Decir adiós siempre fue lo más difícil para mí mientras crecía.
El hecho de desprenderme de alguien era casi imposible.
Me llenaba de angustia al pensar que algo había hecho tan mal que se estaban yendo. Dentro de mí algo se rompía al pensar en una despedida, como una pequeña espina que sale de los huesos clavándose en mi piel; así se sentía decir adiós.
Poco a poco aprendí a disimularlo, pero seguía siendo igual de difícil. Recuerdo que en voz baja decía "quédate" y mis ojos lo gritaban, pero nunca lo decía en voz alta.
Inventé maldiciones para justificar mi soledad, mundos mágicos y profecías, todo lo que fuera necesario. Pero el adiós seguía llegando y la maldición nunca se rompía.
Pasar la infancia en una jaula realmente te puede transformar. Soñaba con secuestrar a alguien y traerlo conmigo a estos barrotes, respirar su olor y decir "quédate". Pero todos se iban siempre, sólo quedaba el olor a la nada.
Hoy sé que es hora de decir adiós, ya no te puedo guardar dentro de mí. Tu peso es tanto que me está absorbiendo. Ya no puedo caminar, ya sólo me arrastro por la habitación, huyendo de tí, de nosotros.
Espero que al leer esto entiendas, este dolor no es mío, este corazón roto tampoco, te regreso lo que te pertenece para que aprendas a volar lejos donde yo ya no te encuentre.