EL DEDO DEL TAXIDERMISTA
Gerardo disfrutaba de un hobby extraño y cruel.
Amaba ver animales, pero, desgraciadamente, su amor se proyectaba hacia los que asesinaba, y luego embalsamaba para exhibirlos en su tétrica casa, cuya única ornamentación eran los animalitos muertos.
Esta afición lo absorbía tanto, que, teniendo una pensión por incapacidad para cubrir sus necesidades básicas, (había perdido parte de una pierna en su juventud en un accidente laboral, como faenador, con las sierras que cortaban las reses), dedicaba todo su tiempo a cazar y embalsamar.
Si alguien le preguntaba a qué se dedicaba, las escasas veces que iba al pueblo a tomar un par de tragos en el bar, él se definía como “taxidermista”, aburriendo a sus interlocutores con historias de su práctica.
Gerardo soñaba con salir de los innumerables roedores, pequeños zorros y comadrejas: aspiraba a un animal de gran tamaño, imponente y peligroso.
Fantaseaba con usar la escopeta, con un tiro estratégico que abatiera una bestia regia, majestuosa.
Se imaginaba hasta la mirada de desafío de la misma, y su pericia para despojarle la vida e inmortalizarla luego, conservando su esencia para disfrutarla cuando quisiera.
Se obsesionó tanto con esa idea, que acudió al zoológico, que, por lógicas razones de bienestar para sus habitantes, se había transformado en una reserva natural, con hábitats adaptados para los pocos ejemplares que no eran nativos.
Su objetivo era la pantera negra que vivía allí, en un parque adaptado para ella, y que rara vez se mostraba a los visitantes, dejando siempre una sensación de intriga y misterio.
Se coló de noche, por una zona que había estudiado con anticipación en un plano detallado del lugar, directo al parque, con la intención de cazar la pantera, y llevársela en un titánico esfuerzo para cumplir el anhelo de su vida.
Gerardo solo era dedicado a lo que le interesaba. Si su mente hubiera estado más abierta, habría sabido de antemano que la pantera era el orgullo de la reserva natural, ya que no solo había un ejemplar, y que la hembra estaba preñada.
Hasta los colegios participaban en concursos donde los niños proponían nombres para los cachorritos prontos a nacer.
Era un acontecimiento feliz y poco usual, ya que era muy difícil la reproducción en cautiverio, y la ocasión ameritó que naturalistas de otros países se ofrecieran a readaptar a la familia felina una vez paridos los pequeños, a su lugar de origen.
Ya se pensaba en una fiesta de despedida para la regia camada por venir y sus bellos progenitores.
Así que Gerardo, ignorando toda esa información, ridículamente vestido como para un safari, sin la ventaja de la luz natural, entró en el predio de las panteras, con la mira del arma apuntando en la oscuridad.
A la espera de toparse con el animal, su corazón latía acelerado con el gozo anticipado del momento de la matanza, y se loaba a sí mismo por la hazaña sobrehumana de trasladar el cadáver que transformaría en su obra maestra.
Tan metido estaba en sus ensoñaciones, que no escuchó el furtivo ataque por la espalda del animal, que, mil veces más feliz que Gerardo, tenía la oportunidad de cazar una presa como sus instintos naturales se lo solicitaban.
Gerardo aulló como un lobo, gimió como un gato, se ahogó con su sangre exhalando los chillidos de un ave de presa, y ladró de agonía mientras era devorado vivo por dos panteras que pronto volverían a su casa, de la que jamás debieron salir.
Los restos de Gerardo, (no se puede hablar de cadáver observando lo que quedó luego de su estúpida incursión) se identificaron más tarde gracias al dedo gordo intacto del que se recuperaron huellas dactilares.
Las panteras tuvieron que ser sedadas con gran cuidado, sobre todo en la hembra, para examinarlas: la comilona les había sentado sumamente mal, y vomitaron a Gerardo en diferentes zonas del parque, que se cerró con excusas de mantenimiento: nadie quería arruinar el pronto nacimiento de los cachorros con la historia del idiota que se coló en su hábitat, manchando así el traslado de los felinos.
Concluidos los trámites en razón de la defunción del taxidermista, sin familia ni seres queridos a los que explicarles el incidente, se archivó la causa.
Mi querido amigo, el comisario Contreras, me trajo el dedo en un frasco con formaldehido, un dedo transcurrido por el deseo de participar del vaciamiento de vísceras de un animal inocente para transformarlo en un objeto “decorativo”.
Ese pulgar inquieto, (cada cierto ciclo de tiempo se mueve en una especie de baile convulsivo), se luce en los estantes de mi enorme colección.
Por cierto, la pantera tuvo dos hermosos hijitos. La hembra fue bautizada con el nombre ganador que los niños propusieron en las escuelas.
Al machito, quizás para regalarle algo positivo a quien nada de eso tuvo en vida, le pusieron Gerardo…
Si no me equivoco, la fundación naturalista pronto trasladará al bellísimo Gerardo, su hermanita y padres a África, cerrando un ciclo que debió haber terminado hace muchísimo tiempo: los animales no son objetos ni divertimentos, son seres que tienen derecho a la dignidad de su propia naturaleza.
Si desean ver el dedo inquieto, espasmódico, acérquense a La Morgue, y con gusto les mostraré toda mi colección.
Los espero por aquí. Feliz fin de semana.
@NMarmor
Edgard, el coleccionista
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