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Edgar, el coleccionista

El velatorio inolvidable



Hola, mis amigos.


Quiero narrarles un episodio muy singular que ocurrió dentro de mi oficio.


Estaba a cargo del velorio del señor P. (era muy conocido y prefiero guardar su privacidad), sumamente concurrido. Hombre famoso por su tenacidad, rayana en la tozudez y su sed incansable de justicia.


Mientras algunos grupos cuchicheaban en voz baja, y otros atacaban el refrigerio, unos pocos lo lloraban con sincera aflicción.


Para el horror y la consternación de los presentes (me incluyo), Don P. incorporó medio cuerpo del ataúd y, con una sonrisa aterradora, que rompió la invisible costura practicada previamente por mí, se dirigió a su alelado público:


Quiero señalar a los hipócritas que están aquí disfrutando mi muerte.

Dulio: me odias porque denuncié tus manejos sucios con la empresa de tu hermano.

Carlos: nunca me perdonaste que Dora me prefiriera a mí.

Armando: siempre envidiaste mi buen pasar.


Y así siguió, por unos minutos eternos, señalando a los supuestos amigos y desnudando sus rencores.


Los que atacaban la comida se atragantaron como sapos escuerzos.


Hombres rudos y curtidos gritaron tan agudo como las mujeres y se desmayaron a la par de algunas sensibles señoras.


El galán del pueblo se orinó en los pantalones.


Pero lo peor vino cuando el concejal, que recibió las acusaciones más graves, que incluían malversaciones, adulterio, contrabando y tráfico de drogas, cayó redondo al piso luego de agarrarse con una mueca de dolor el robusto pecho.


Como si hubiera considerado que su misión estaba cumplida, el señor P. se desplomó a su posición original en el ataúd, luego de su vitriólica alocución, como si nada hubiera ocurrido. La diferencia de antes de levantarse era la sonrisa triunfal que coronaba su rostro.


¡Qué un médico revise a mi padre, no está muerto!


El mismo facultativo que había extendido el certificado de defunción, estaba asistiendo, sin éxito, al concejal, practicándole maniobras para reanimarlo. No lo logró.


El sonido de la sirena de una ambulancia se aproximaba, ya que había atinado a llamar a emergencias no bien vi sus síntomas de ataque al corazón.


Pero de nada sirvió. El hombre había caído fulminado.


El doctor, ya habiendo corroborado que no quedaba más nada por hacer con él, llamó al hijo y la esposa de don P.


Lo auscultó delante de ellos.


No tengo explicación lógica para lo ocurrido. Ustedes mismos pueden corroborar que el cuerpo está helado. De no ser por la pericia del señor Edgard, serían sumamente notables sus primeras muestras de putrefacción cadavérica, disimulada por el hábil maquillaje. Esto supera y vulnera toda mi formación científica.


Me buscó con la mirada. Yo asentí, dándole la razón y palmeé su espalda.


Luego abracé al hijo del difunto y a la viuda.


Va a venir la policía, por el fallecimiento del concejal, y curiosos de todas las calañas. Si les parece, desalojaremos esta sala, y se quedarán ustedes para despedirse de P. El resto de la concurrencia, permanecerá en el salón contiguo, más grande. Los que no han huido.


Quedamos de acuerdo.


Tuve que tolerar muchos periodistas molestos, interrogatorios policiales, indagatorias constantes de los que no habían asistido al "espectáculo", esquivando a todos con evasivas. Fue muy agotador.


La noticia, bastante maquillada con altas dosis de sensacionalismo, trascendió los periódicos locales, logrando un alcance muy amplio, con las versiones más variopintas del hecho, que de por sí, era bastante anormal.


Esta vez, amigos, quedó una pieza poco habitual para mi colección. Debo confesar que tomé una foto del rostro risueño de P. 


Expresaba demasiado, y el retrato luce muy bien donde lo coloqué.


Lo tomo como enseñanza de que no está nunca bien gozar con la desgracia ajena, y como una convicción: hay voluntades tan fuertes, que son capaces de torcerle el brazo a la misma muerte.


Portémonos bien en vida. No sé a ustedes, pero no me agradaría ver levantarse a un difunto para escucharle reproches bien merecidos.


Los despido, esperándolos en La Morgue, con nuevas historias que contar. No me fallen.

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