top of page
Edgar, el coleccionista

Hambre de carne

Hace un tiempo, amigos, descubrimos con Tristán que esporádicamente alguien nos robaba. Y no hablo de hurtos comunes. No podía establecer un patrón de las profanaciones (porque de eso se trataba).


En algún momento, entre la llegada de los cuerpos en la ambulancia y, a veces, después de prepararlos para su despedida, alguien o "algo" mutilaba los cadáveres, llevándose un pedazo de sus carnes.


Me sentí realmente mal. Siempre había cumplido con un trabajo impecable. No me agradaba para nada presentar a los difuntos mutilados para su despedida final. Lo veía como una estafa para ellos, y para los seres queridos, que ignoraban los hechos.


Consideramos, en un momento, llamar al comisario Contreras, ya que el evento no dejaba la impronta de un hecho sobrenatural. Ni Tristán ni yo detectamos fuerzas oscuras en medio, pero algo me decía que lo debíamos solucionar nosotros.


Don Edgard: creo que tenemos que vigilar constantemente a los difuntos que ingresen. Nos podemos turnar. Si deja a Cerbero moverse en esta zona de su propiedad, nos va a ayudar a encontrar a quién mutila los cuerpos.


Así lo haremos, Tristán. No puede volver a ocurrir.


Cuando nos informaron de la llegada de un cuerpo montamos nuestro operativo. Decidimos hacer la vigilancia los dos juntos. No era muy práctico, pero además de indignación, nos mataba la curiosidad por saber quién cortaba sendos trozos de los muslos, espaldas, glúteos y pecho de los difuntos.


El otro enigma era para qué cometía esas atrocidades. Lamenté no haber tenido la idea de Tristán, dejando antes a mi astuto mastín. Él no pasaba nunca sin mi permiso al área de trabajo, porque incomodaba a la gente en los velatorios mendigando caricias.


Mientras aguardábamos escondidos mirando la camilla donde nos esperaba el cuerpo que debía maquillar para la mañana, Cerbero, también oculto, olisqueaba el aire, imbuido de su tarea de guardián.


No llegaron a pasar dos horas, cuando sentimos un sonido de la claraboya, bien alta. El perro estaba alerta. Se nos acercó sin ladrar, indicándonos la presencia de un intruso. Era bastante improbable que ingresara por la claraboya antigua, dado lo estrecho de su diámetro. Para nuestra absoluta sorpresa, vimos cómo Cerbero comenzó a menear muy feliz la cola.


Por el ventanuco asomó, como una serpiente, una soga, y seguidamente, una flaquísima figura humana se deslizaba por el pequeño ingreso, contorsionándose diestramente para amoldarse al escaso espacio. Esperamos a que descendiera, y prendimos la luz. Vimos la asustada figura de una adolescente delgadísima, que soltó un agudo grito al descubrirnos.


Cerbero se acercó amistosamente a ella, quien lo abrazó, buscando protección.


¡No me hagan daño, por favor!


Cálmate. Dinos quién eres y qué buscas aquí.


¿No me denunciarán?


¿Qué tal si te acercas, te sientas, y nos cuentas qué estás haciendo? No creo que seas una mala persona, niña. Cerbero no se mostraría tan complaciente, si lo fueras.


Reticencias mediante, se acercó al sillón que le señalé, sin despegarse de mi perrazo. La muchacha, casi esquelética, apretó contra su pecho la mochila que cargaba, y se sentó.


Prométanme, por favor, que no voy a ir presa.


Cuéntanos primero. ¿Te das cuenta del peligro al que te expones al entrar así en propiedad privada? Si tomas a alguien por sorpresa, y armado, no dudaría en dispararte.


Lo sé dijo con los ojos llenos de lágrimas les contaré todo.


"Soy proteccionista de los animales. Desde pequeña que cuido de ellos. Hace ya bastante que no consumo ningún alimento que provenga de su origen. Soy vegana.


"Para mi total angustia, mi médico me indicó que, debido a mi bajo peso, debía empezar a consumir proteínas de origen animal, porque estoy en estado de desnutrición, y los complementos dietéticos convencionales no funcionan en mí.


"Hui de casa cuando mis padres quisieron obligarme a comer carne. Estoy viviendo en una casona abandonada cerca de aquí. Me siento mal por mis papás. Les mandé mensajes diciendo que si me obligaban a volver, me mataría. Ellos están muy angustiados, esperando mi regreso.


"Al vivir así, se aceleró mi descenso de peso. Y empecé a sufrir un hambre demencial. Hambre de carne. Pero no podía ir contra mis principios. Entonces se me ocurrió que podía tomar la carne de los muertos. Ellos ya no la necesitaban, y nadie sufría con su consumo.


"Me empecé a colar a su funeraria, y a cortar pedazos. Me los llevaba a donde vivo, los asaba, y me los comía. No siento que haya hecho algo malo. No creo que las personas fallecidas me reprochen lo que hice. Me los comí con mucho respeto.


Casi se me escapa la risa. Era todo demasiado grotesco. Las connotaciones morales de los delirios de nuestra proteccionista caníbal escapaban a un análisis racional. Tristán tenía la boca abierta, confundido, asqueado y conmovido a la vez.


Niña, concuerdo en que los difuntos no están disgustados. No te reprocharán nada. Pero no puedes seguir profanando cadáveres para comértelos.


¿Por qué?


Porque… no estamos en una época que se acepte por ley cenarse al prójimo.


¡Pero se vive torturando a los animales! ¡Es injusto! ¡Y a los muertitos no los perjudica en nada!


En ese punto de la conversación, la mandíbula de Tristán parecía a punto de querer desprenderse de su cara, y rodar lejos ella. El berrinche de la niña me provocaba ganas de soltar una carcajada, y, a la vez, una profunda tristeza.


Lo que dices, muchacha, aunque suene muy loco, tiene su lógica. ¿Cómo te llamas?


Leonora.


Querida Leonora: no te denunciaremos. Pero entiende que debemos llamar a tus padres para que te asistan. Es por demás visible que no estás bien de salud. Necesitas asistencia psicológica, además.


"Creo que puedo asesorar a tus papás para que retomes una dieta completa sin necesidad de comerte a nuestros difuntos, y sin vulnerar tus principios veganos. Conozco médicos muy actualizados a respecto.


¡No quiero que mis padres se enteren de lo que hice, señor! ¡No lo entenderían nunca! Usted, aunque está tentado, creo que me comprende. Lo que no sé, es donde le ve la gracia…


Tienes razón, Leonora. No es gracioso. Pero me hiciste analizar uno de los grandes tabúes de la humanidad de una manera muy abrupta. Y si no ponemos sentido del humor, pasamos a la tragedia demasiado rápido.


"Haremos un trato: yo contacto a tus papis sin contarles de tu "nueva dieta", les doy la información de los profesionales que podrán ayudarte, y tú me prometes que te portarás bien, y dejarás de comerte a la gente.


En ese punto, Tristán pidió permiso, y se retiró rengueando, muy pálido. Ni frente a los más monstruosos espectros lo había visto descomponerse así.


¿Estamos de acuerdo, Leonora?


Bueno, señor.


Me llamo Edgard. Dime, ¿Qué llevas en la mochila?


Bolsas plásticas, para recolectar la carne, y un cuchillito. El "cuchillito" era una tremenda y filosa daga, muy bonita, antigua, de plata.


Era de mi abuelo, Edgard. Se la regalo. Por ser tan bueno conmigo.


Sonreí al recibir el arma con que había mutilado a los muertos de mi funeraria. Pasaría a formar parte de mi colección.


Escúchame, Leonora: cuando te sientas afligida, puedes contactarte conmigo, si tus padres te dan permiso. Sabes que no te juzgaré. Pero no uses ese creativo cerebro con ideas tan…revolucionarias. Puedes lastimar los sentimientos de la gente, así como a ti te lastiman quienes dañan a los animales. Gracias por tu obsequio.


De nada, Edgard. Su perro es muy bonito.


Dame el número de tus papás.


Esta historia de locos terminó bastante en paz. Es cierto que ningún alma perdió el descanso por la extrema dieta de Leonora, pero desechemos sus ideas nutricionales.


Les pregunto, con todo respeto, a los amigos veganos: ¿Han tenido alguna vez hambre de carne? Los saludo esperándolos en La Morgue, como siempre, para contarles mis historias.




Comments


Entradas destacadas
Entradas recientes
Archivo
Buscar por tags
bottom of page