Libros para fantasmas
Autor: Daniel Centeno
Hugo acaba de volver en otro intento por matar a uno de mis libros.
Lleva haciéndolo poco más de un año. Todos los días, sin falta, escucho cómo intenta empujar el librero con todas sus fuerzas, oigo sus gritos y los berrinches que ahoga en vano para que no me dé cuenta de que ha vuelto. Finjo estar absorto en otra cosa cuando me veo en la obligación de subir al estudio y lo encuentro ahí, con las manos que traspasan el librero al que le ha declarado la guerra. Supongo que no intenta tomar los libros directamente porque sería lo mismo que enfrentar un trauma sin concesiones; Hugo es, a fin de cuentas, un niño.
Un día no pude evitar preguntarle qué pretendía y él lo admitió como si me estuviera entrometiendo en sus asuntos privados, aunque todo ocurría en mi propia casa.
Quiero matar a tu libro, me contestó.
Me pregunto cómo se puede llegar a la conclusión de que un libro tiene vida, pero sé la respuesta.
¿Matarlo?
Sí, me respondió. ¿No te das cuenta? ¡Están vivos y guardan secretos!
A veces dejo un libro al filo de un estante para que caiga a la menor provocación; pongo hojas sueltas y libros abiertos por la mitad, pero él los ignora. Cuando su frustración se vuelve notoria en un brillo intenso, me siento en el suelo junto al librero como si me interpusiera a propósito en lo que hace, pero sin decirle nada, y me pongo a leer. Hay cosas que quisiera preguntarle, pero recuerdo las historias de los libros y me detengo por miedo a cometer un error que ya no tenga remedio. ¿Cómo lidia un fantasma con un trauma? ¿Puedo traumatizarlo? Nadie quiere ser la pesadilla de un niño, ni siquiera de uno que no puede soñar.
Abro el libro en una página al azar y comienzo a leer: «Ciertas costumbres del pasado viven a causa de los fantasmas. Los viejos profesores insisten en golpear con la regla a los niños en las escuelas, estos últimos se mofan de ellos y un momento después los desaparecen con una explosión de luz rabiosa…».
¿Qué significa mofarse?, pregunta, y me doy cuenta de que hace la finta de recargarse en el librero.
Burlarse, le digo.
¿Los maestros golpeaban con regla a los niños? ¿Por qué?
De pronto me urge la necesidad de explicarle no sólo la vida, sino el pasado, a un niño que ya no tiene que preocuparse porque alguien ponga sobre él un solo dedo, incluso si él lo pidiera.
Así eran antes los señores, continúo. Señores malos con reglas malas que sacaban la lengua como serpientes.
Hugo se ríe.
Serpientes duras como palos, dice. Luego parece pensarlo mejor, y me pregunta, muy serio: ¿Y esas serpientes tenían veneno?
Sigo con la lectura: «Hay costumbres un poco más molestas. Algunas cenas de familia se ven invadidas por fantasmas que una vez tuvieron piel oscura y piel clara, y son casi siempre estos últimos quienes afirman que los primeros no tienen el derecho a invadir la casa como ellos lo hacen porque el derecho a la invasión, dicen, es sólo suyo. ¡Aquí ya nadie tiene piel!, les responden los otros…».
Eres muy cruel, me dice Hugo, con los ojos molestos. Se desaparece de pronto, atravesando la pared, y yo no sé qué fue lo que hice. Cuando regresa, le pregunto por qué tardó tanto en volver.
Ayer fue día de muertos, le digo. ¿No quisiste visitarme?
Él dice que no puedo, contesta con los ojos cerrados, subiendo sus hombros. No a menos que me invites, y tú no me invitaste.
¿Quién?
¡El libro!, me responde.
¡Qué fantasma tan sentido, caray! ¿Quieres que te lea?, le digo como de mala gana. Él se sienta en el suelo igual que yo, y sigo leyendo: «No es extraño que las personas usen audífonos gran parte del día, como medida de precaución contra la interferencia de los fantasmas. Los jóvenes, con sus ojos fijos en los celulares, afirman que al morir no se quedarán en la Tierra, sino que se irán a la nube».
¿Me puedo ir a una nube?, me pregunta Hugo, como sin poder creerlo. Corre hasta mi habitación y se asoma por la ventana, mirando el cielo como yo no lo he visto en años: con la expectación de quien aún cree que puede encontrar ahí el mismo material con el que uno sueña.
Eso cuenta el libro, le respondo como si lo creyera, como si de verdad pudiera empujar a Hugo para que, de un salto, se posara sobre una nube y me viera desde ahí, con la cabeza sostenida por sus manos, en espera de que le lea cada noche.
Apenas volvemos al estudio, él se detiene y dice algo que jamás esperé: ¿Quieres que te lea un libro?
No sabía que tienes libros, le dije. ¿Para qué quieres matar a los míos si tú tienes?
Otra vez el encogimiento de hombros, su intento de escape.
¡Hugo, espérate, quiero que me leas! Él vuelve con una sonrisa enorme, perdonándome de inmediato sin darse tiempo para pensar en nada. A veces olvido lo fácil que es engañar a un niño porque no han aprendido todavía el significado de la desconfianza.
No me gusta este libro. Es como mamá cuando se enojaba. No lo he acabado. Es muy largo. Me extiende sus brazos y el libro aparece. Es la primera vez que lo veo.
No sabía que hay libros fantasma, le confieso, y tiene razón en creerme porque no le estoy mintiendo. Hugo no es el primer fantasma que conozco, pero nadie excepto él me ha pedido que me siente para escuchar lo que está por leer. Me quedo callado, como cuando era niño y escuchaba historias fascinantes; cuando me parecía a Hugo.
Se aclara la garganta, en forma dramática. Yo le echo un ojo al libro y sigo la lectura: «Manual de buenas costumbres para fantasmas. No interrumpirás la oscuridad de una alcoba cuando los amantes se abracen de noche. No visitarás otras familias pretendiendo ser un pariente lejano. No espiarás los probadores de las tiendas. No asustarás a los conductores al aparecerte en medio del camino. No fingirás ser un fuego artificial que cobra vida, cuando ellos celebren».
¿Qué es esto?, le pregunto a Hugo, quien se desespera al verme interrumpiéndolo. ¿De dónde lo sacaste?
Me calla con un Shhhh e intenta golpearme. Es mi turno de leer. Tú cállate y escucha. ¿Sí? Por momentos me pide ayuda, porque incluso si no sabe lo que significan las palabras, quiere decirlas en voz alta, quiere hacerlas suyas, ponerlas bajo el brazo como el libro que me habría robado hace mucho si pudiera. Él sigue: «No usarás los velorios como lugar para conseguir pareja. No atravesarás veladoras —se apagan muy fácil y los vivos se confunden; cada día ponen menos—. No hablarás sin hacerte notar —porque aumenta el uso de antialucinógenos—. No estarás ahí cuando vean películas de miedo».
¿Ves? Puros no, no y no, me dice Hugo. Este libro es aburrido. Ni siquiera debería de mostrártelo. Es un libro enorme que Hugo hojea de prisa, antes de esconder detrás de su espalda, asustado. Le digo que está bien, si no quiere mostrármelo puedo irme, y él lo pone frente a mí otra vez. Alcanzo a leer lo que dice y no puedo creerlo. La lista se extiende en lo que concierne a milenios de existencia. Debe ser un libro infinito, o al menos así nos lo parece a ambos. Algunas costumbres son muy extrañas, marcadas en desuso, según el libro: «No afirmarás haber ido a la luna y haber visto vida. No entrarás a las pirámides fingiendo ser el espíritu del sol». Algunas me preocupan: «No poseerás ningún cuerpo sin antes pactarlo con los vivos. No describirás a los físicos el color de los protones. No reducirás tu tamaño para visitar a los ácaros que te veneraban como un dios cuando estabas vivo».
¿Te quieres sentar conmigo, para que lo leamos juntos? Hugo sospecha, aún no está seguro de si quiere mostrármelo, quizá alguien le dijo que no lo hiciera. Sí, debe ser eso.
Respiro con calma y le hablo como lo he hecho todas las veces, aunque nunca había estado tan emocionado como ahora. A lo mejor encuentro cómo subirte en una nube, le miento, con una sonrisa. Tu libro puede tener la respuesta. Hugo se sienta de inmediato y se pone a hojear el libro cada vez que se lo pido, porque sus páginas son inaccesibles para mí.
Si alguien me pregunta por qué te lo enseñé, dice, te voy a echar la culpa, ¿está bien?
Asiento otra vez y volvemos a la lectura.
Sin permitirle notar mi miedo, las náuseas me consumen de pronto. ¿Qué es esto? Nos detenemos en un capítulo dedicado a describir los castigos para tres prohibiciones específicas. Oh, Dios, ¿por qué un niño sostiene un libro como este? ¿Por qué se lo dieron? ¿Por qué murió tan joven? ¿Por qué está tan solo? Las consecuencias de desobedecer son de un horror que sólo se me ocurre describir como cósmico. Sigo leyendo. Hasta ahora no imaginé que un fantasma pudiera hacerle eso a otro de su clase. Oh, Dios. ¡Dios, no puedes dejar que le hagan esto! Hugo me observa, sospecha que algo anda mal. Le pido que cierre el libro, para que no vea lo que acabo de leer; le digo que ya fue suficiente. No soporto la culpa, ni me puedo poner en pie. Estoy paralizado. Imagino a Hugo padeciendo estos horrores y siento como mi propio fantasma que se hace pedazos, que busca arrancarse por sí solo de mi cuerpo y abrazar a Hugo para evitarle un dolor así. Morir no se le compara. Yo le hice esto… nada dolería tanto.
¿Ya encontraste cómo subirme a una nube?, me pregunta, y le digo que no, pero buscaremos otro día. Él quiere saber por qué estoy llorando y no sé qué decir. ¿Te moriste? Parece preocupado al ver que sigo en el suelo, sin poder moverme. Quería tanto que él fuera a la nube, pero ahora es imposible, gracias a mí.
Me pregunto cuánto tiempo tardarán en descubrir lo que él ha hecho… Podría pasar en cualquier momento. ¿Es por eso que hay fantasmas que no volvemos a ver?
¿Por qué te pusiste tan pálido?, me pregunta tratando de sujetarme, aunque no puede. Es un niño y ni siquiera puedo darle refugio de un miedo que todavía no imagina.
¿Cuál libro quieres que te lea?, le pregunto, cuando al fin puedo ponerme de pie. Sólo me queda mentir, contando historias que lo alejen de su último destino.
Leeré para Hugo por el tiempo que le reste.
Jamás podré olvidar las tres prohibiciones. Nada podrá borrarlas:
«No hablarás bien de la muerte en presencia de un niño».
«No incitarás a los suicidas a renunciar a la vida».
«No mostrarás nunca este libro a un vivo».
*Este cuento forma parte del libro No hablaremos de muerte a los fantasmas (Casa Futura Ediciones, 2021).
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