OJOS GIGANTES, BOCA SELLADA...
Recibí a Ester para despedirla, lamentando su deceso, ya que la conocía, y era una mujer excelente.
En su juventud, cuando su esposo perdió el trabajo, se puso en decenas de actividades, donde combinaba una gran creatividad con un duro esfuerzo para cubrir las necesidades básicas de sus hijas y marido, además de improvisar arreglos a su casa, que se deterioraba cada vez más, a ojos vistas.
Eduardo, su marido, en vez de valorar su voluntad, se mostraba siempre hosco, resentido, y no perdía oportunidad de maltratarla verbalmente cada vez que podía.
El único pasatiempo que Ester amaba, ya que su condición económica caótica le había obligado a abandonar sus estudios, era tocar el piano, una preciosa herencia de sus padres.
Pero no podía hacerlo en presencia de Eduardo, que le decía que no toleraba el ruido asqueroso que hacía, que lo dejaría sordo.
Para evitar peleas, cerraba el piano, tragándose su dolor sin una palabra, abriendo sus desconcertados ojos desmesuradamente ante la injusta reacción de su esposo.
El tiempo mitigó la situación económica. Eduardo consiguió por fin un trabajo con el que sostener la familia, ya cuando las hijas habían crecido.
Muy feliz, Ester pensó que era el momento propicio para retomar su amada música, incluso, para dar clases de piano.
Pero no pudo ser: sus hijas, acusándola de egoísta, la abocaron al cuidado de los nietos.
Se dio cuenta de que había acostumbrado a su entorno familiar a brindar todo de sí, sin poner límites ni pautas, y que se había vuelto una persona transparente, que solo era visible para atender necesidades ajenas.
Cuando intentaba contarle sus sueños a su esposo sobre su proyecto con la música, este la miraba con desprecio, contestándole:
—¡Cómo te gusta perder el tiempo en estupideces! ¡Ya sería hora de que vendas esa porquería, que lo único que hace es ocupar espacio en la sala e incomodar! ¡Ni siquiera lo mantienes limpio!
Como corolario de su discurso corrosivo, Eduardo pasaba el dedo sobre el piano, con cara de asco, mostrando la leve capa de polvo que había escapado a los ojos de Ester, demasiado ocupada atendiendo sus nietos, y haciendo trámites para sus hijas.
Un día especialmente duro, Ester llegó de la calle, luego de una intensa jornada cuidando a los chiquillos enfermos, y, para su total sorpresa, vio que no estaba más el piano en la sala.
Abriendo sus ya grandes ojos en forma desorbitada, le preguntó a Eduardo qué había ocurrido con su amado piano.
—¿Tu piano? ¿Esa porquería estorbosa? Lo vendí para comprarme el equipo de audio que deseo desde hace mucho tiempo, y no he podido tenerlo por dedicar todo mi dinero a esta casa, por la que trabajo como un esclavo, mientras tú disfrutas de paseo con tus hijas y nietos. ¡Cierra esos horribles ojos saltones tuyos! ¡Sobre que ya son grandes, al abrirlos así, pareces un susto a media noche!
Eduardo dio media vuelta, dejando a Ester sumida en un estado de shock. Se había quedado parada en medio de la sala, cargando las bolsas con las que había llegado de la calle, con los ojos desmesuradamente abiertos, de los que manaban lágrimas sin cesar.
Luego de una hora en esa posición, tiró las bolsas, y sin decir una sola palabra se encerró en una de las habitaciones que otrora había pertenecido a su hija.
Su marido ni siquiera notó su ausencia, ya que Ester había dejado comida preparada, lista para calentar en el microondas, y le daba lo mismo comer sin ella.
Así hubiera seguido, de no haber empezado a sonar los acordes de un piano invisible.
Eduardo, sin comprender nada, montó en cólera: pensó que con total osadía Ester se había atrevido a manipular su preciado equipo de sonido sin su permiso ¡Ya le diría un par de cosas!
Pero la música, que era una horrible marcha fúnebre, no procedía de su aparato.
Parecía surgir de todos y cada uno de los rincones de la casa.
Alarmado, buscó a su mujer por todos lados, sin hallarla. Cuando se topó con la puerta de la antigua habitación de una de sus hijas cerrada, la golpeó amenazando a Ester de que la abriera a voz de cuello.
Al no obtener respuesta, aturdido por la espantosa música de piano que no cesaba ni un segundo, y sopesando que podía haberle ocurrido algo a Ester, procedió, con unas herramientas, a romper la cerradura de la pieza.
Encontró e Ester tendida en la cama, con la boca tapada con cinta negra, de la que se usaba habitualmente para reparar cables, y sus ojos demasiado abiertos, con el gesto de haber visualizado demasiados espantos en su sufrida vida.
Estaba blanca como la nieve, con los brazos extendidos fuera de la camita de una plaza, cortados a la altura de las muñecas.
Ester había tomado el recaudo de poner en el piso dos recipientes, para que su sangre no manchara el suelo.
Con un grito de horror, que se perdió entre el sonido de la marcha fúnebre que resonaba sin cesar, con un volumen cada vez más alto, salió corriendo por ayuda.
Cuando esta llegó, el piano había cesado, y solo quedó la tarea de determinar el suicidio, para que se pudiera disponer del cuerpo, que ahora está en mi funeraria.
No quise modificar sus ojos abiertos de más. Solo me esmeré en maquillarlos para que se viera absolutamente bella, con esa mirada enorme, que abarcaba un universo de pena que muy pocos conocían, y que yo resalté como un gesto de particular hermosura.
Antes de comenzar el velatorio, su espectro se me presentó.
Era una bruma gris casi invisible, a excepción de sus enormes ojos, que habían visto demasiadas injusticias, abiertos deformemente.
Su boca solo era visible por la cinta que parecía flotar en su materia insustancial.
—¡Mi querida Ester! Si alguien se merece el descanso eterno, y la paz absoluta, eres tú…
Créeme: tus seres queridos están profundamente arrepentidos por su accionar.
Sé que no es momento para decírtelo, pero parte de las injusticias en que incurrieron, son, en parte, responsabilidad tuya: les diste todo, sin pedir nada a cambio, sin mostrar el valor que tenían tus gigantescos esfuerzos. Naturalizaron tus atenciones y sacrificios como si les pertenecieran por derecho propio.
Ahora, lamentablemente, demasiado tarde, se han dado cuenta de la enorme joya humana que dejó de brillar para ellos.
Sé libre, Ester. Márchate al plano donde el dolor no existe, y disfruta la paz eterna…
Ester pareció tomar consistencia. Sus ojos tomaron un tamaño normal. Se quitó la cinta negra de la boca, para brindarme una última sonrisa, y se esfumó entre luces, mientras un remolino de papeles hacía un pequeño tornado alrededor de su luminosidad, girando alrededor de él, hasta que cayeron al suelo mansamente.
Empezó a sonar entonces, la “Sonata Claro de Luna”, de Beethoven, una de mis piezas favoritas de piano.
Con los ojos llenos de lágrimas, esperé a que concluyera, y luego junté del piso los papeles: eran amarillentas partituras, con las que ella practicaba, feliz, de niña.
Ahora están en las estanterías de mi colección.
Cuando me siento particularmente triste, las tomo, acercándolas a mi pecho, y la Sonata suena, consolándome como un abrazo.
Pueden ver las partituras cuando lo deseen.
Recuerden valorar los actos de las personas que los aman cuando aún están vivas.
Luego, ya no queda lugar más que para un arrepentimiento amargo…
Edgard, el coleccionista
@NMarmor
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