TRECE ROSAS NEGRAS
Mi amigo, el comisario Contreras se lamentaba, mientras compartíamos un café.
—Sé que es la profesión que elegí, Edgard, pero es muy amargo ver tanta maldad e injusticia todos los días.
Lo que más duele son los casos que no se consiguen resolver. A veces, repaso, asqueado, expedientes de crímenes atroces que no tuvieron avances.
Sin ir más lejos, me pasé la noche sin dormir pensando en el “Asesino de las rosas”, que mató a trece mujeres en el pueblo, y no logramos atrapar jamás…
—¿Y si te dijera, amigo, que ese caso está resuelto?
—¿¿¿Qué???
—No creo en las casualidades. Si el destino nos reunió hoy aquí, es porque necesitabas saber lo que te voy a contar.
Tengo muy presente el caso del que estabas hablando: el pervertido violaba y asesinaba mujeres, y se retiraba dejando una hermosa rosa sobre los cadáveres mutilados cruelmente.
Fuera de las flores, nunca dio ninguna pista.
El último velatorio que oficié fue el de un hombre de mediana edad. Excelente padre de familia, con una amorosa mujer, Soledad, que no comprendía el motivo que había llevado a Marcelo a suicidarse con antidepresivos y veneno de ratas.
Era un hombre querido y respetado en la comunidad.
Cuando preparé el cadáver, descubrí, para mi asombro, que llevaba tatuado en el cuerpo trece rosas negras, en lugares que generalmente la ropa oculta.
Fíjate, Contreras, que conoció a Soledad haciéndose el primer tatuaje, ya que ella trabajaba como artista de la tinta y las agujas.
Le dijo a ella que quería una rosa negra, en recuerdo de su madre, que había fallecido hacía muy poco, y que era su flor favorita.
Soledad se esmeró en su dibujo, y la mutua atracción los llevó a volver a verse, iniciar una relación que terminó en una familia perfecta.
Cada tanto, con el paso del tiempo, Marcelo le pedía más tatuajes de rosas negras a su esposa. Ella se los realizaba con gusto, recordando el momento en que se conocieron, y suponiendo una crisis de su esposo respecto al duelo con su madre.
Pero voy a ir al punto.
Cuando terminó el velatorio de Marcelo, en el cual vibraba una extraña energía llena de desasosiego, no solo apareció frente a mí el espectro del difunto recién velado, sino también el de trece mujeres horriblemente mutiladas, y otra, anciana, con el rostro retorcido de odio y perfidia.
Marcelo tenía el gesto horrorizado, mirando a las mujeres, que lo observaban acusadoramente, deformadas por terribles heridas siniestras, y la vieja, lo fulminaba con una mirada de desprecio atroz.
Impuse mis manos para captar la muda historia que los muertos no podían verbalizar, y las imágenes de la tragedia vivida me azotaron con la fuerza de un revés brutal.
La anciana era la madre de Marcelo. Se llamaba Rosa, y era una mujer perversa que abusó de su hijo desde niño, de las formas más sucias y humillantes que uno pueda imaginarse.
Las trece mujeres destrozadas eran las víctimas de Marcelo, que, una vez fallecida su madre, comenzó a padecer trastornos de personalidad con ataques de ira, que lo llevaron a transformarse en un violador y asesino despiadado.
Después de perpetrar sus crueles crímenes, dejaba una rosa sobre sus víctimas, en la confusión mental que padecía, donde se mezclaba el abuso asqueroso de su madre, su culpa luego de calmar la violencia que lo transcurría, y el tributo de disculpa, que era, en parte, el nombre de su progenitora, como la autora intelectual de su proceder imperdonable.
La primera rosa negra Marcelo se la tatuó luego de su primer crimen, como recordatorio del daño perpetrado, para conseguir frenar sus impulsos perversos y contenerse.
Pero no lo logró, y siguió dañando a inocentes, castigando, en su atribulado mundo inconsciente, a su corrupta madre a través de la vejación y muerte de mujeres en la que veía el rostro de Rosa, sin poder evitarlo.
Así fue como llegó a tener trece tatuajes de rosas negras, realizados por su propia esposa, que nada sabía de los demonios interiores de su marido.
Luego de cobrarse su última víctima, Marcelo comenzó a ver los espectros de las mujeres que había matado y violado sin piedad, por lo que su psiquis se socavó alarmantemente.
Por consejo de Soledad, que lo veía deprimido, empezó a ver a un psiquiatra, que no pudo ayudarlo, porque nunca contó la verdad sobre la causa de su depresión.
El profesional escuchó la historia de estrés laboral que le contó Marcelo, sus insomnios y dolores de cabeza, y se limitó a prescribirle un antidepresivo, aconsejándole hacer terapia psicológica, y practicar alguna actividad de su agrado fuera del trabajo.
Marcelo asintió, y, al llegar a su casa, aprovechó la ausencia de su familia, visitando un pariente, e ingirió la caja entera, mezclada con alcohol y veneno para ratas.
Lo miré a sus llorosos ojos. Vi que los tatuajes sangraban.
—Marcelo: haz hecho algo terrible, pero no fue dentro de tus cabales. Has sido tú una víctima mucho tiempo, en manos de una pervertida, y han pagado tu desequilibrio mental estas pobres mujeres…
Los espíritus de las asesinadas, al conocer el horrible origen de los actos que acabaron con su vida, dejaron de mirar con odio a Marcelo, y se centraron en observar con repugnancia a Rosa, que tenía un aborrecible gesto de desprecio y maldad abyecta.
—¡Arrepiéntete, Rosa, de tus repulsivos actos, para conseguir la paz eterna! ¡Pídele disculpas a tu hijo y a estas pobre mujeres, que perecieron por las heridas que causaste!
La anciana se transfiguró, de odio, con un semblante más horrible, si esto era posible, comenzando a emitir un desagradable humo negro, que olía terriblemente.
Hirientes chispas oscuras, que quemaban como ascuas, salieron de su espantosa aparición, atacando a su hijo, a las jóvenes asesinadas, y a mí.
—¡Ya que elegiste el camino del odio y la perversidad, arderás en el infierno!
No bien dije estas palabras, Rosa se prendió fuego, convirtiéndose en cenizas, mientras mostraba su dolor con horribles muecas, hasta que desapareció.
Las mujeres se tomaron de la mano. Lágrimas de alivio y perdón manaron de sus ojos, que ya no miraban acusadoramente a Marcelo, quien seguía llorando, horrorizado.
—Ya es tiempo de que perdones a tu madre, te perdones a ti mismo, y pidas disculpas a tus víctimas, que entendieron el motor de tu horripilante accionar.
Marcelo miró a las trece, uniendo las manos en gesto de súplica, pero las mujeres ya estaban ascendiendo a la luz de la paz eterna, habiendo perdonado a su asesino.
—Es tu momento de descansar…
Y, con los tatuajes aun sangrando, Marcelo se elevó, dejando caer una rosa negra, con la suavidad y el peso de una flor común, pero con la dureza de la piedra, y un tallo con trece espinas de filoso metal.
Tengo la rosa negra en los estantes de mi colección, Contreras, si quieres verla…
—¡Por Dios, Edgard! Lo que me cuentas me deja helado… ¡No se podrá hacer jamás justicia terrenal! Los seres queridos de las víctimas nunca tendrán consuelo…
—Lo tendrán. Al unir sus manos, las mujeres crearon una corriente de energía para que les llegara a los suyos un mensaje de amor y liberación. ¿Estás un poco más tranquilo?
—Solo un poco. Tráeme, por favor, otro café. Este ya está helado, y tengo que digerir todo lo que acabo de escuchar…
—Lo digeriremos juntos, amigo. Voy por más café…
Edgard, el coleccionista
@NMarmor
टिप्पणियां