UN BEBÉ Y UN CUCHILLO
Marcela estaba desesperada por conseguir algo de formalidad en su relación con Hernán, poderoso empresario casado, varias décadas mayor que ella, del que venía siendo amante hacía unos dos años.
Marcela sabía que no era la única. Hernán era un adicto a las mujeres bellas, pero jamás había ninguna acción para tener libertad legal que le permitiera salir de la clandestinidad con sus placeres.
“Un hijo, un hermoso niñito, posiblemente lo haga salir de su corrección política con su esposa vieja y amargada, y sus vástagos mayores que yo”.
Con ese obsesivo pensamiento, dejó de tomar medidas anticonceptivas: estaba harta de su trabajo de oficina, y, si bien su amante era generoso, ella quería tener asegurado su futuro, y ocupar un lugar en la cumbre social, cerrando las bocas maliciosas que se burlaban de sus ensoñaciones, tratándola de cualquiera y de floja cuando se enteraban de su relación oculta.
Sus amigas, las de verdad, le habían aconsejado retomar estudios universitarios, trabajar con más ahínco y encontrar un amor verdadero, si realmente quería la tranquilidad y felicidad. No la comprendían.
Decidió entonces, concebir a toda costa.
Desgraciadamente, pese a que tenía sexo en cada encuentro, muy seguido, los test resultaban negativos.
Cuando Hernán le anunció que no se verían unos meses porque su empresa lo requería en el exterior, le entró una desesperación de fracaso absoluto.
Era posible que cuando regresara, ni se acordara de ella, con las bondades de las nuevas y exóticas amantes que se conseguiría en el extranjero.
Luego de una fogosa despedida, y preparándose psicológicamente para un período de carencia de “regalitos” y gustos de lujo, salió de parranda con sus amigas, y terminó en la cama con un guapísimo hombre que no volvió a ver.
Para su total sorpresa, el test de embarazo que se hizo con su primera falta le dio positivo.
Gritó de júbilo: Hernán le había dejado ese especial regalo de despedida. ¿Convenía escribirle y contarle? ¿No lo espantaría a volver a ella a su regreso?
Decidió no comunicarle a su amante las novedades, hasta que lo tuviera cara a cara.
A veces le entraban dudas, entre sudores helados: ¿y si el niño, en vez de ser de Hernán, fuera del desconocido con el que se acostó en esa noche posterior a su partida?
Haciendo grandes esfuerzos mentales, ya que estaba bastante ebria en ese momento, recordó los rasgos del hombre: básicamente eran muy similares a los de Hernán, lo cual le daba algo de alivio, pero en la era del ADN, ninguna tranquilidad, en lo absoluto.
A los pocos días de tener a su hijo, al que le dio el nombre de su amante, regresó este.
Ella lo citó para darle la bienvenida, y pese a que esperaba frialdad por parte del hombre, que seguramente había conocido toda clase de beldades en el extranjero, este aceptó gustoso la cita.
Marcela estaba eufórica. Gracias a Dios, a una buena genética, y a haberse cuidado con férrea voluntad durante el embarazo, su cuerpo no parecía haber pasado por las normales consecuencias de la maternidad: no había subido de peso, ni tenía estrías ni áreas flojas.
Al decidir criar al niño con leche de fórmula, sus pechos se encontraban bien firmes, y las ojeras de las noches de mal dormir se disimulaban con un poco de maquillaje.
Así que preparó un champán carísimo, se vistió muy sexy, con el pequeño dormido en su habitación decorada de azules y celestes.
No bien llegó Hernán, pasó de preguntarle por su viaje, y con una fogosidad que atrapó al empresario, lo llevó a la cama sin casi palabras de por medio.
Cuando terminaron el round sexual, el llanto del niñito sonó en el silencio del departamento.
—¿Qué es eso? ¿Tienes un bebé?
—Es una sorpresa que quería darte. Acompáñame, por favor…
Marcela guio a Hernán al cuarto, de donde levantó de su cuna al bebé, que, con el contacto con su madre, dejó de llorar.
—Te presento a tu hijo, querido. Se llama como tú. Tiene tu mismos ojos y color de cabello. Hasta le puedes ver una manchita de nacimiento muy similar a la que adorna tu pantorrilla…
Hizo el gesto de entregarle el niño, pero Hernán alzó las manos, rechazando tomar al pequeño.
—¡Ay, mi querida! ¡Cuánto lo lamento! Deberás encontrar al padre, si puedes. Hace diez años que me realicé una vasectomía. No quería traer bastardos al mundo. Mi esposa no se merece ese destrato. Si bien hace la vista gorda con mis “travesuras”, eso no me lo perdonaría.
Y, si voy a ser sincero, creo que no sería ético de mi parte robarte la energía y el cariño que ahora, como madre, debes dedicarle a tu hijo.
Es una pena, porque eres una mujer maravillosa. Voy a echarte mucho de menos…
Te felicito: ¡tu niño es guapísimo!
Y vistiéndose con rapidez, sin darle lugar a contestarle nada, se retiró, dejándole unos billetes en la mesa de la sala.
Los miró luego de alimentar al bebé, que volvió a dormirse en paz, con los ojos llenos de lágrimas: la había tratado como a una vulgar prostituta.
Miró a su hijo, en la cuna, y se dio cuenta que no sentía absolutamente nada por él: todo el tiempo lo había considerado un pasaporte hacia una vida mejor, y ahora era solo un lastre, fruto del desliz de una noche.
Se vio en la vulgar rutina de trabajadora de oficina, reduciendo al mínimo sus gastos para solventar una niñera, y una furia demencial se apoderó de ella.
Fue a la cocina, y se acercó a la cuna con un gigantesco cuchillo afilado.
Lo levantó sobre la inocente y dulce figura que dormía tranquilamente.
Descargó con odio el golpe de su arma, que, a último momento, en vez de dirigirlo al bebé, lo direccionó a su propio vientre, provocando una lluvia escarlata que destacaba en los delicados celestes que decoraban el cuarto.
El dolor lacerante, en vez de hacerla desistir, la incentivó en la masacre, transformando en pulpa su carne con el filoso metal, salpicando de sangre tibia a su niño, ignorante del matadero en que se había transformado su coqueta habitación.
Cuando percibió que las fuerzas la abandonaban, se abrió el cuello, desplomándose, luego, inerte.
Me tocó despedirla, en un velatorio muy triste, por la falta de concurrencia.
Cuando su espectro se me presentó, era un espanto cocido a cuchilladas, con jirones de carne desprendida en su vientre, y un enorme tajo horripilante en la garganta.
Lloraba lágrimas corrosivas, que dejaban vapor con olor ácido al caer.
Al imponerle mis manos, no solo capté su tristeza infinita: no sé de qué forma me llegó una información que no tardé en compartirla con ella.
—Marcela, no obraste bien, pero mereces la paz de la luz eterna. Cometiste un error terrible, pero, aun así, preferiste dañarte a ti misma que a tu hijo.
Respecto a él, el destino le brindó un giro ideal.
El padre de tu niño es hijo de tu amante.
De allí el parecido con su abuelo. Tú lo conociste en su despedida de soltero, y como su esposa es estéril, adoptarán al pequeño, desconociendo su procedencia, cerrando un ciclo que potenciará tu ascenso hacia un plano superior. Sé libre, Marcela…
Ella se llevó las manos al pecho, dejando de llorar, y bajó la cabeza, como en una última plegaria.
Dejó caer un chupete celeste, y se esfumó entre luces y chispas brillantes.
El chupetito está en mi colección, para recordar a quién lo necesite que los niños no son material para comerciar: ellos son amor inocente, que se debe criar con los más nobles sentimientos.
No deben sufrir las consecuencias de las disputas de los adultos, como rehenes para herir a la pareja, ni padecer ningún tipo de egoísmo ni carencia emocional.
Antes de pensar, siquiera, en dañar a un pequeño, quiero que recuerden la imagen de Marcela, reducida a jirones de carne en un baño de sangre. Solo digo. Sé que ustedes son buena gente, incapaces de perjudicar a un niñito.
No duden de pasar por La Morgue, y visitarme.
Los espero…
Edgard, el coleccionista
@NMarmor
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