Un recorrido a ciegas
Daniela se había levantado de la tumba donde estaba aprisionada, trepó con sus manos por la tierra mojada que la enterraba y usó sus uñas como garras para pelear por su salida, pero estaba fuera.
No había luz, no era fácil distinguir si era día o noche, sólo estaba en medio de un cementerio con las manos cubiertas de lodo.
Caminó en la oscuridad, seguía escuchando gritos provenir de las tumbas abiertas pero no se detuvo, ya no tenía nada más por qué continuar, estaba en un mundo desconocido.
Cada paso se sentía como una escalera hacia el abismo, como si un demonio hubiera abierto la boca para tragarse todo el universo.
Estaba desorientada, le dolía la cabeza, pero sólo seguía caminando.
Llegó de nuevo a la puerta del Infierno, el lugar que la había exiliado y ahora estaba ahí, sin saber a dónde volver. En su mente lo llamaba hogar, extrañaba el eterno laberinto donde estuvo tanto tiempo. Tocó la puerta pero no se abría, estaba sola, en la oscuridad siendo ella misma. Veía en silencio todo, comenzó a arañar la puerta rogando que la dejaran volver, pero no había lugar ahí para ella.
El Infierno albergaba su corazón, sus manos y ahora ya no había nada qué sentir sólo el rechazo. Gritó intentando invocar a alguien que pudiera recordarla, pero su voz se apagaba al salir de su boca, ya no era nadie.
Caminó de regreso, sus pies estaban casi rotos de tanto caminar.
Volvió al cementerio, al menos ahí podía distinguir un poco el lugar. Se arrodilló frente a una tumba vacía y decidió entrar, volverla suya.
Una vez dentro se dejó cubrir por la tierra que empezó a entrar por sus ojos, boca y oídos hasta que toda ella estaba hecha de tierra. Con su sangre se creó el lodo que la aprisionó de vuelta ahí como si se tratase de cemento fresco.
La oscuridad del lugar la estaba dejando ciega y la cavidad donde normalmente estaría su corazón estaba repleta de gusanos caminando entre sus costillas.
No sintió a los insectos comerse su cuerpo, perdió noción del tiempo, tanto que hasta sus ojos se desprendieron de su cara y ella no lo notó.
Al final, después de todo, estaba ciega, había perdido los ojos que tanto había defendido y hoy los dejó ir sin siquiera darse cuenta.
¿Qué más queda? Pensó.
Suspiró con el poco aire que quedaba en sus pulmones y dejó que su cerebro soñara con que algún día alguien encontrará su tumba y llevará flores vivas que la traigan de vuelta aunque sea por unos minutos.
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